Pablo fue a parar a un calabozo de Roma. Era un anciano gastado, más
debido a su incansable actividad a favor de los cristianos que por los años.
Peleó “la buena batalla” de la fe; luego llegó el momento de dejar esta tierra,
pues iba a morir como mártir.
Podríamos pensar que estaba derrotado, pero no, ¡era un vencedor! Sin
duda estaba solo, abandonado por todos. Cuando compareció por primera vez ante
el emperador romano, no había nadie quien lo defendiese. Nerón, el emperador
despiadado, se creía todopoderoso. Pero se equivocaba. El apóstol era ante todo
un “prisionero de Jesucristo” (Filemón 9), su Maestro, cuyo carácter llevaba y
quien no lo olvidaba.
El
apoyo de sus compañeros, Onesíforo: “Muchas veces me confortó, y no se
avergonzó de mis cadenas, sino que cuando estuvo en Roma, me buscó
solícitamente y me halló” (2 Timoteo 1:16-17).
Lucas: “el médico amado”, a menudo también estaba cerca de él
(Colosenses 4:14). Junto a él estaba también Aquel maravilloso Jesús que había
vencido al mundo (Juan 16:33). “El Señor estuvo a mi lado, y me dio fuerzas” (2
Timoteo 4:17). ¡No había lugar para el desánimo!
Asociado al Vencedor, Pablo también iba a vencer y a recibir la corona
en el cielo. No esperaba una gracia de Nerón, pues tenía el privilegio de
beneficiarse de la gracia de Dios. Su deseo pronto sería satisfecho: irse a la
patria celestial y “estar con Cristo” (Filipenses 1:23).
Todo
lo puedo en Cristo que me fortalece y constantemente Gloriarse en el Señor
Jesucristo, era su pensamiento. Además, deseaba saber de todo hombre si este
tenía a Cristo, si había aceptado en su corazón a Jesús como salvador y aquel
sacrificio de cruz para el perdón sus pecados (1 Corintios 2:2).
Nosotros también quisiéramos saber si usted
tiene a Cristo como su Salvador y Señor; si también es otro vencedor.
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