Experimentar
el perdón de Dios no debe volvernos tolerantes con respecto al pecado. Al contrario, cuanto más debemos temer de
deshonrarle. Jesús nos enseña a implorar
la protección divina para no ser vencidos por las tentaciones. Pueden surgir en circunstancias adversas: en
la enfermedad, la pobreza o la humillación. Corremos el riesgo de endurecernos,
de volvernos amargos y dudar de la bondad de Dios. Pero las tentaciones también nos acechan cuando
la vida nos sonríe. Entonces es grande
el peligro de caer en el orgullo y el egoísmo. De hecho, la tentación nos
confronta a una elección: o hacemos nuestra propia voluntad, o confiamos en
Dios para obedecerle, cueste lo que cueste.
Todos nos
sentimos débiles ante tal elección. Por
esa razón le pedimos humildemente a Dios que no seamos expuestos a la tentación
ni colocados en situaciones en las que el mal podría dominarnos. Y conociendo nuestra debilidad, nosotros
mismos buscamos evitar esas ocasiones. Ninguno puede presumir ser capaz de
resistir porque “El que piensa estar firme, mire que no caiga” (1Corintios. 10:
12). Dios no tienta a nadie, sino que
somos tentados por nuestros propios deseos.
Al agregar a nuestra oración: “Librarnos del Mal”. Con esto reclamamos
un favor que está a nuestro alcance por la victoria de Jesús en su muerte y
resurrección: victoria sobre el mal, sobre el tentador y sobre el mundo.
Esta oración la
podemos hacer libremente y con toda confianza todos aquellos que hemos
depositado la fe en Cristo que murió por nuestros pecados. Es una oración única y exclusiva de aquellos
que están perdonados; por lo tanto podemos confiar en la palabras de 1Corintios
10:13: “…Pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis
resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que
podáis soportar”. Vivir en el pecado, es imposible agradar a Dios, pues debemos
salir del pecado; porque “el que practica el pecado es del diablo” 1Juan 3:8ª.
Es tan importante creer en el sacrificio de Jesús para un nuevo nacimiento, así
somos librados del maligno, del mundo y de los deseos de la carne; porque “todo
aquel que es nacido de Dios, no práctica el pecado” 1Juan 3:9.
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