sábado, 20 de noviembre de 2010

TRES HORAS DE ANGUSTIA

“Jesús clamó a gran voz, diciendo: Elí, Elí, ¿lama sabactani? Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46).

El versículo del encabezamiento recuerda una escena de una solemnidad incomparable. Está limitada en el tiempo: tres horas, punto central de la eternidad.
Allí ocurrió algo que nunca se había visto: el justo, el único justo, fue abandonado por Dios. Conocemos la razón de ello, pero no podemos medir la intensidad del dolor manifestado allí: Dios entregó a su Hijo amado, y él se dio a sí mismo para la salvación de los hombres.

La razón de ello es muy sencilla: para salvar a los hombres pecadores e INTRODUCIRLOS algún día en el cielo, le era necesario expiar sus pecados con su sangre (Hebreos 10:19-22). Para eso Dios exigía un sacrificio expiatorio según su justicia y su santidad. Sólo Cristo en su perfección podía satisfacer todas las exigencias divinas puestos nuestros pecados sobre él (1ª Pedro 2: 24). Por eso Dios lo envió y Cristo aceptó ese sacrificio de sí mismo para glorificar a su Padre y a la vez salvar a los pecadores, los que arrepentidos aceptan a Jesús como su Salvador.
Durante esas tres horas de desamparo en las que colgado en la cruz Jesús exaltaba a su Dios de la manera más excelente, el sol se escondió y hundió a la tierra en las tinieblas. Tal solemnidad fue atestiguada por los hombres que rodeaban a Jesús.

Éste fue el gran precio pagado por nuestra salvación. ¿Podemos agregar alguna cosa al inigualable sacrificio de Cristo? ¿No es éste lo bastante grande como para mover nuestros afectos hacia él? Lo único que podemos hacer es adorarle desde lo más profundo de nuestro corazón; de rodillas clamar misericordia. Una oración de fe pidiendo perdón basta, aceptando “una salvación tan grande” cuando recibimos a Jesús como Salvador (Hebreos 2:3).

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