sábado, 20 de noviembre de 2010

CRISTO, NUESTRO SUSTITUTO

Como redimidos nunca olvidemos que nuestra vida pecaminosa nos habría llevado finalmente al lugar de los tormentos. El castigo eterno, lejos de Dios, habría sido nuestro destino. ¡Qué terrible! ¿Cómo pudimos escapar a ese triste final? Dios nos mostró la única solución: la fe en su Hijo Jesucristo, quien tomó nuestro lugar en la cruz. ¡Qué felicidad para nosotros! Los que somos de Cristo.
Ahora bien, contemplemos a nuestro admirable sustituto. Cuando los soldados de los principales sacerdotes apresaron al Señor Jesús para crucificarle, sus discípulos debieron recordar su palabras: “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Juan 15:13). ¡Fue lo que Jesús hizo! ¿Somos conscientes de su gran amor por nosotros?
Precisamente en los sufrimientos que él tuvo que soportar en la cruz del Gólgota, su amor fue puesto a prueba de la manera más profunda. Sus discípulos lo abandonaron, sus enemigos descargaron toda su maldad sobre él. Dios lo abandonó en las tres horas de tinieblas, porque allí en ese madero Jesús cargó con todos nuestros pecados y se halló bajo el juicio de Dios, sustituyéndonos, pues ese habría tenido que ser nuestro lugar. Sin embargo, su amor por usted y por mí fue más fuerte que todo. A él le corresponde nuestra adoración y nuestro profundo agradecimiento.
“Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero” y usted también querido lector (1ª Timoteo1:15). ¿Quiere tener un sustituto para no estar en la condenación eterna? Arrepiéntase confesando sus pecados directamente ante Dios y acepte a Cristo como su Salvador y en adelante diga con nosotros: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20).

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