lunes, 16 de marzo de 2009

LA SANTA CIUDAD, LA NUEVA JERUSALÉN

“En la Casa de mi Padre muchas moradas hay;… voy, pues, a preparar lugar para vosotros” (Juan 14:2).
En cierta ciudad, hay una encrucijada llamada La Cruz. Cierto día un policía que hacía su ronda halló a un niño llorando, sentado en la acera. -Me perdí, dijo el chico, y no sé cómo volver a casa-. El policía lo tomó de la mano y le propuso conducirlo a la comisaría para que desde allí hablara por teléfono con sus padres.
Pero al llegar a La cruz, el niño miró un instante a su alrededor y exclamó: -¡A partir de aquí, conozco el camino! E inmediatamente soltó la mano del policía y sin vacilar salió corriendo hacia su casa.

Esta historia ilustra lo que ocurre con el que acude al calvario de la cruz del Señor Jesús. Allí puede hallar el camino a la casa de Dios. En efecto, este sacrificio es el único punto de encuentro entre el hombre y Dios. A través de su muerte puede conocer realmente a Dios como un Dios de amor, de perdón y de paz.
Jesús en la cruz se ofreció por el pecado del mundo; sufrió y lavó los pecados de todos los que confían en él. Nos abre el acceso a una vida eterna, a la casa del Padre, donde hallamos reposo, paz y gozo.

En la cruz Dios hizo brillar su amor dando a su Hijo unigénito. En este acto de amor y obediencia por parte de Jesucristo, el pecador que se arrepiente es liberado de la carga de sus pecados y se reconcilia con Dios (Mateo 11:28).
La cruz es negarnos a nosotros mismos cada día e ir en contraposición a este mundo lleno de maldad (Lucas 9:23).
Lector, tenemos que reconocer nuestras faltas y nuestra incapacidad para salvarnos a nosotros mismos. Dolidos por el pecado, pedir perdón y aceptar a Cristo como Salvador, es pasar esa puerta, caminar al cielo, a la santa Jerusalén (Apocalipsis 21:2).

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